OBITUARIO


Dr. Néstor Renzi
(1941-2022)

Mi comandante Renzi
Anoche soñé con San Antonio de Aroca. Vi a Don Segundo Sombra postrarse en la tierna pampa, y lo vi llorando. No lo podía creer: un gaucho arrodillado. Me acerqué sin asustarlo, y le pregunté: ¿Qué te pasa Che? Solo un gemido señalándome el pecho: “Me duele el alma”. Qué coincidencia; la mía aún duele y el dolor no ha sido reemplazado por la nostalgia de los buenos recuerdos.
La tradición es como los amigos: nunca quiere uno que se vayan. Solo compartiendo la pena quizás aliviaría la de Don Segundo. “Se fue mi comandante Renzi”, le dije, y añadí: “Partió por la puerta grande, de muerte natural, al lado de su familia y con la etiqueta de no lastimar a sus amigos: sin despedirse”. Luego alcancé a divisar un caballo blanco, con alas como las de Ícaro, que trepaba y subía hasta las puertas del cielo. Los sueños saltan los espacios, y me quedé meditando sobre el Puente Viejo.
He pensado siempre que los sueños son como El Túnel, de Sábato, pero la diferencia con el imaginario de Juan Pablo Castel es que en el de Néstor Renzi hay una vida ejemplar al lado de su familia, su esposa y sus hijos. Orgulloso de su origen provinciano, dedicó su talento a trabajar por la medicina de su país y, con ilimitada generosidad, por la salud cerebral de sus coterráneos. En la galería vital de Néstor solo cuelgan reconocimientos y responsabilidades. ¡Vaya colección de pergaminos! Muchas cosas nos unían, dos de ellas: el Congreso Latinoamericano y la Historia de la Neurocirugía en nuestro continente. Era mi referencia cuando la memoria no me respondía: el Néstor juicioso, equilibrado y sereno precisaba los hechos.
Pasamos buenos ratos y tomamos exquisitos vinos. Recuerdo su conversación universal y sus sabios consejos. “Él no vale la pena”, me decía para frenar mis impulsos caribeños o porteños de responder en ciertas discusiones. Tan parecido al Horacio de Cortázar cuando fue a trabajar al hospital psiquiátrico y decía que los pacientes no podían estar más locos que ellos.
Así veía en los últimos meses lo visceral de algunos gremios. De una sabiduría extraordinaria y de una humildad ejemplar, Néstor nunca era el primero en hablar y sentía franca repulsión hacia los desleales y falsos. Los identificaba y calibraba con una precisión aritmética. Jamás lo vi hablar en tono descompuesto y siempre era el gran expositor del péndulo del consenso. ¡Todo un caballero!
He recordado a Borges cuando le preguntaron por la amistad. Francote, respondió: la amistad no necesita frecuencia. Es la mano que te levanta, te ayuda y carga tus flaquezas. Mis amigos son como los apóstoles: muy pocos. Néstor era uno de esos. Lo veía dos veces al año hasta que empezó la cruel pandemia. Esos ratos de “matear” sellaban nuestra amistad hasta el próximo encuentro.
Imitando a un juglar de mi tierra caribeña le dije hace unas semanas que escribiría sobre él. Solo hasta hoy he podido hacerlo. Quería expresar y escribir muchos sucesos, describir imágenes, inventar palabras y sobresaltos de afecto. Pero únicamente he logrado garabatear estas letras y coordinar esta plana para decirle a mi hermano mayor “adiós”, y gracias por tu cariño.

Remberto Burgos de la Espriella